Cuando estaba en el tercer año de Historia Contemporánea acababa de estrenarse en nuestro país En busca del arca perdida (1981) y a los novatos que empezaban en la facultad los llamábamos con mucho cachondeo los "hijos de Indiana Jones". Un servidor ya sabía, por referencias directas (las asignaturas de Historia Antigua se cursaban en el primer año), lo que debía suponer el milagro del descubrimiento arqueológico, ese ramalazo de gloria de ser el primero en llegar a los sitios, de verlo todo con ojos vírgenes..., y luego tener la suerte de poder trabajártelo en exclusiva. Lo que ocurre es que por entonces se nos inculcaba una idea muy distinta de lo que debía ser un arqueólogo: un miembro de un equipo, limpio, metódico y clasificador..., lo más opuesto posible a la locura enfebrecida de un Schliemann, un Carter, un Altamira. Una imágen muy literaria, qué duda cabe..., pero es que no de otra cosa que de literatura se alimenta uno cuando ya decide no ser un arqueólogo mítico. Seguramente por eso me especialicé en Historia Contemporánea: los mitos estaban más cerca y se les podía meter mano mejor.
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