domingo, 16 de septiembre de 2007

... me hubiera gustado ser el aprendiz de Antonio Stradivarius

O de su rival Giuseppe Guarneri, que lo mismo daba, el caso es corretear por la Crémona renacentista, cazar gorriones con el tirachinas, levantarle la falda a las monjas y, a eso de la media mañana cumplida, acercarme a completar la instrucción en el taller del maestro luthier, a seguir disfrutando con el tacto de la madera, el olor del barniz, el silencio de las tallas, la risa de la fragua... Fabricar un stradivarius debía ser lo más parecido a tocar la luna sin tener que alzarse de puntillas: el jefe lo controlaba todo y uno sólo tenía que quedarse ahí, mirando, extasiado, babeando ante tanta perfección. Seguro que a alguno de los 600 que todavía quedan por el mundo le habría tallado una señal obscena por dentro de la tapa, para que varios siglos después algún experto eche unas risas a mi costa al analizarlo con los Rayos X.